
*Por Jurgen Möller.- Resulta difícil poner en duda que el fútbol no sea hoy uno de los lugares comunes de la sociedad uruguaya. A pesar de la vasta difusión de este fenómeno a lo largo del planeta, cuesta encontrar un caso que supere a éste en efervescencia y efusión. Para el que no conoce de cerca Uruguay, solo le basta un sencillo recorrido por las calles de Montevideo para llevarse una certera impresión de las dimensiones que adquiere: centenares de muros pintados con los colores del Peñarol y Nacional, aficionados vistiendo a diario con la ropa y el merchandising de sus cuadros, escudos y lemas tatuados en el cuerpo, canchas de Fúbol 5 o Baby Fútbol repletas de aficionados, programas de fútbol sonando en la radio del ómnibus día sí día también… Por poner solo un ejemplo reciente, en las horas previas a los partidos de la celeste en el pasado Mundial de Brasil 2014, las aceras se llenaron de asados y un buen número de dependencias del Estado cerraron sus puertas. Todo el mundo permaneció pegado al televisor. Cada gol -fueron cuatro en tres partidos- fue celebrado por todo lo alto en cada rincón de la ciudad y del país. Tres años después, una vistosa pintada en la principal avenida de la ciudad recuerda aún impoluta una de las gestas de ese Mundial: “2 a 1. No England, No Cry”.
Peñarol, Nacional y la Selección Nacional, son los tres cuadros que monopolizan el relato histórico -mítico y místico- del fútbol uruguayo y aunque se han escrito ya miles de páginas sobre ellos, cada año sale algún libro nuevo, como si sus historias fuesen un pozo sin fondo. Es a través de ellos que se caracteriza y se dota de coherencia y unidad al origen social de este deporte en Uruguay. Si el Peñarol se erige sobre su origen popular y ferroviario (oro y carbón, como dice su lema), Nacional hace lo propio reivindicando ser el primer cuadro de jugadores no ingleses, es decir, el primer club uruguayo. La dialéctica entre ambos da como resultado una síntesis perfecta: la celeste, popular y nacional.
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