“De Puntín”, es una recopilación de 11 cuentos inéditos de fútbol de otros tantos periodistas en actividad, tiene un prólogo de Jorge Valdano, manager general del Real Madrid; lustraciones del escritor, dibujante y humorista Roberto Fontanarrosa y un comentario en la contratapa del reconocido escritor uruguayo Eduardo Galeano.
El libro incluye cuentos de Alejandro Caravario, Walter Vargas, Daniel Lagares, Ariel Scher, Juan Pablo Bermúdez, Miguel Bossio, Cristian Garófalo, Ariel Greco, Gustavo Grabia, Marcos González Cezer y Julio Boccalatte.
“Son once. Juegan con palabras, en cancha de papel y los dibujos de Fontanarrosa comentan el partido. Cada cual se luce según su maña y manera, pero los once forman, juntos, un lindo equipo”, expresa Galeano.
“Ojalá encuentren la hinchada que la buena prosa, como el buen fútbol merece”, precisa Galeano.
Por Aynel Martínez Hernández.- Para mi amigo Leonel, el primer “hincha” de Holanda que conocí.
I
Hay un hombre que está de espaldas, al menos, casi de espaldas. Casillas lo ve. Casillas ya lo ha visto todo en el fútbol y, aun así, es capaz de imaginarse poco a estas alturas. Nunca fue de los mejores imaginándose algo, aunque sería difícil imaginar, por ejemplo, que durante su primera temporada como titular en la liga de las estrellas Fernando Hierro patearía los saques de meta en su lugar.
El hombre de espaldas es Sergio Ramos. Nadie sabe si traiga puesta otra de sus camisetas en homenaje a Antonio Puerta, su ex compañero fallecido. A priori, probablemente aquel partido no significase tanto. Pero quizás la traiga por si marca un gol. Ha estado bastante fino en sus últimos partidos y lo sabe. A lo mejor le cae un balón en la cabeza a la salida de un córner y lo coloca dentro del arco rival. No. Lo amonestarían por sacarse la camiseta y enfrentaría a Chile apercibido de una amarilla.
Y entonces resolví asistir al estadio. Como era un encuentro más sonado que todos los anteriores, tuve que irme temprano. Confieso que nunca en mi vida he llegado tan temprano a ninguna parte y que de ninguna tampoco he salido tan agotado. Alfonso y Germán no tomaron nunca la iniciativa de convertirme a esa religión dominical del fútbol, con todo y que ellos debieron sospechar que alguna vez me iba a convertir en ese energúmeno, limpio de cualquier barniz que pueda ser considerado como el último rastro de civilización, que fui ayer en las graderías del municipal. El primer instante de lucidez en que caí en la cuenta de que estaba convertido en un hincha intempestivo, fue cuando advertí que durante toda mi vida había tenido algo de que muchas veces me había ufanado y que ayer me estorbaba de una manera inaceptable: el sentido del ridículo. Ahora me explico por qué esos caballeros habitualmente tan almidonados, se sienten como un calamar en su tinta cuando se colocan, con todas las de la ley, su gorrita a varios colores.
Hay muchos recuerdos que un adulto puede tener de su infancia. Recuerdos familiares, de la escuela primaria, del barrio donde uno vivía, de los amigos y de los juegos.
Si tuviese que enumerar cada uno de ellos, podría pasar horas, porque de la familia y de los amigos uno tiene recuerdos que salen de la memoria a borbotones. Cumpleaños, vacaciones, salidas, pueden dar lugar a inolvidables anécdotas. El barrio, la escuela, los compañeros, llenarían hojas de relatos interminables.
Con los juegos de la infancia se podría hacer un libro. Las miles de batallas con soldaditos, tanques y escuadrones imaginarios conquistando el jardín. El yo-yo, el balero, el dinenti, el Scalectric, por Dios, que barbaridad la plata que se gastaba armando autitos para correr carreras. A medida que pasaba el tiempo, los autos eran más sofisticados y ocurría algo que con los años iba a comprender, el que tenía más guita, el ricachón de la barra, tenía el auto más veloz y que salvo algún sabotaje, no perdía carrera alguna.
“…Pero una vez que uno llora por un cuadro, la cosa está terminada. Ya no hay vuelta. No hay caso. De la alegría se puede volver, tal vez. Pero no de las lágrimas. Porque cUando uno sufre por su Cuadro, tiene un agujero inentendible en las entrañas. Y no se lo llena nada. O mejor dicho, sólo se le llena con una cosa: la esperanza de ganar el domingo que viene…”
El decidió, de entrada nomás, dejarlo en libertad. Tenía la idea de que los amores no se imponen, ni siquiera se eligen. Pensaba que en todo caso eran los amores los que optan, los que se le imponen a uno. Por eso, con cierta prescindencia fatalista pensó que si tenía que ser,sería, y que si no, era inútil gastar pólvora en chimangos.No le fue fácil, sin embargo. Sobre todo cuando en sus narices otros rivales se lanzaron a tratar de convencerlo. Le costó sobreponerse, y aceptar sonriendo a tíosy primos y cuñados y amigos y vecinos tentándolo al Raulito, ofreciéndole camisetas y pelotas y gorritos, a cambio de promesas de fidelidad a sus propios cuadros. Tampoco dijo nada cuando sorprendió a más de uno de esos buitres futboleros enseñándole al chico los canutos de la cancha, instruyéndolo subrepticiamente en las rivalidades históricas, ensalzando las hipotéticas virtudes de los unos, y vilipendiando las supuestas taras infames de los otros.
El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo.Tal vez era demasiado justo.
De Felipe no sólo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna infracción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraba favorecer a los buenos y castigar a los canallas.
Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y compadrones se van al descenso.
Pacho Maturana, colombiano, hombre de vasta experiencia en estas lides, dice que el fútbol es un reino mágico, donde todo puede ocurrir.
El Mundial reciente ha confirmado sus palabras: fue un Mundial insólito.
* Insólitos fueron los diez estadios donde se jugó, hermosos, inmensos, que costaron un dineral. No se sabe cómo hará Sudáfrica para mantener en actividad esos gigantes de cemento, multimillonario derroche fácil de explicar pero difícil de justificar en uno de los países más injustos del mundo.
El Mundial del 62 comenzó con mi padre desgarrado. Trató de sacar un gajo de uvas del parrón de la casa de mi abuela en calle Andes, puso su pie en un borde del muro del patio que sobresalía a unos sesenta centímetros del suelo, intentó, dándose impulso, saltar alto, lo logró a medias y se desgarró, se fracturó, se tuvo que enyesar una pierna, y usar mucho “Calorub” durante todo mayo del año sesenta y dos. Era raro ver a mi papá quedarse en la cama tomando té y comiendo tostadas, mientras que yo con mi mamá partíamos a la Escuela 20 donde ella era mi profesora. Llegábamos de vuelta a la casa en la tarde y mi papá en cama con la pierna inmóvil y “la lesera encendida”.
Siendo “la lesera”, según mamá, el receptor de radio.Entonces yo me acostaba al lado de mi padre y él me iba diciendo “hoy llegó Méjico a Cerrillos y mañana llega Checoslovaquia”. Al ver a mi papá tan interesado en el fútbol me empecé a interesar yo. Más aún cuando apareció el álbum del mundial del 62, y comencé a coleccionar sus láminas. Luego apareció el álbum de “Los Cabezones”. Estos además traían goma de mascar en cada sobre.
Este libro es un culto a la amistad, al fútbol y al barrio, es porque dentro de los cuentos se rememora esas cosas simples. Al lector de más de cuarenta años, lo retrotraerá a su infancia y juventud. Al lector más joven, lo hará vivir una experiencia distinta y lo colocará en un sitio diferente. Quintana trata siempre de entretener y llevarlos a la lectura corta, pero lectura al fin, con un idioma bien propio del futbolero.
Eduardo Quintana creció pateando pelotas en las calles del barrio. Por eso, no es de extrañar que cuando se propuso escribir, esa experiencia de vida se viera reflejada en las páginas de sus cuentos y que el esférico, ese a cuyo alrededor de la que se centraba cualquier encuentro de la infancia, tuviera un protagonismo central, junto a su querido Racing Club de Avellaneda.
Eduardo Quintana, además ha escrito otros libros en clave futbolera, tales como, “Pasiones de Pibe” y “Cenizas de la Vida”, este último dedicado al Centenario del Club del Bajo Belgrano.
Por MarceMGR.- El otro día, mientras miraba una foto de Marx, vomité maldiciones sobre mi documento. Entendía una contradicción: que me siento joven, pero que las subjetividades del tiempo son demoledoras en algunos casos. Le miraba la barba blanca, tan de viejo, quizás icono de la sabiduría, y dudé un momento que fuera cierto lo cierto: Marx escribió El Capital cuando tenía 26 años. Ese hombre se trepó a la cima de la historia cuando tenía diez menos de los que tengo yo ahora. Prácticamente a esa misma edad, Maradona le demostró al mundo que jugar al fútbol era otra cosa de lo que venía sucediendo hasta entonces. Marx y Maradona, la fórmula MAMA (que no suene a Edipo mal resuelto) es tan mágica como reveladora. Entonces los imaginé contemporáneos, compañeros. Si hubiesen vivido en la misma época hubiesen conectado sus genialidades; a Marx le gustaban las revoluciones: hubo pocas tan emblemáticas como apropiarse de los bienes del imperio británico con una mano; zurda. Y una segunda tan estremecedora como el paso zigzagueante para arrastrar por el piso a la corona de la reina. Después de un último amague, Maradona definió con un toque suave; de zurda.
“Más allá del negocio construido en torno al fútbol y de las funciones extradeportivas que muchas veces se le atribuyen, el fútbol es una actividad humana más y, como tal, susceptible de ser reflejado en crónicas periodísticas o de inspirar cuentos, novelas e incluso poemas”.
Por Alvaro Hilario.
El fútbol es un deporte, una actividad humana, que a pocas personas resulta indiferente. Capaz de generar las adhesiones más férreas, es también, a nuestro alrededor, rechazado sin contemplaciones por una buena parte de la ciudadanía.
Te cuento que el otro día estuve en el supermercado Carrefour, donde antes estaba la cancha de San Lorenzo. Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas. Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizos. De pronto, mientras nos acercamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: “Pensar que acá se la clavé de sobrepique a Roma, en aquel partido contra Boca”. Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice: “Fue el gol más rápido de la historia”.
Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: “Le dije al cinco, que debutaba: no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevilla se llamaba, se asustó, pensó: a ver si no cumplo”. Y ahí no más Sanfilippo me señala la pila de frascos de mayonesa y grita: “¡Acá la puso!”. La gente nos mira, azorada. “La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ve?” –me señala el estante de abajo, y de golpe corre como un conejo a pesar del traje azul y los zapatos lustrados–: “La dejé picar y ¡plum!”. Tira el zurdazo. Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar. Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo.
¿Un premio Nobel metiéndole goles a River? ¿Un presidente de la república en funciones jugando profesionalmente? ¿Un equipo del ascenso argentino que tiene de hijo al Milan? ¿Un equipo amateur de pintores y albañiles finalista de una copa nacional en Europa? ¿Una selección gitana afuera de un mundial por falta de presupuesto? ¿Un equipo con sólo seis jugadores goleando a su clásico rival en medio de una tormenta? Inclusive historias relacionadas con Chile como la de la selección del pueblo Rapa Nui (Rapa Nui Kids and the blocks) y del Club Arturo Fernandez Vial (Un hombre con cara de tren).
Estas historias y muchas más forman parte de este libro de los amigos de “Bola Sin Manija”, que rescata del ostracismo grandes hazañas de los clubes más simpáticos de todos los tiempos y todas las geografías. Quien dice saber de fútbol sin conocerlas, se pierde lo más grandioso de este deporte.
A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez. Eduardo Galeano