Por Francisco Herrera (*).- La historia del fútbol cuenta que Dios se viste de albiceleste. Desde su retiro, en el país trasandino se espera a su sucesor, pues candidatos ha habido muchos. También existen reyes, maravillas, magos y una innumerable sucesión de personajes míticos, que lamentablemente y en contra del goce de disfrutar el deporte, terminan por ser deshumanizados. Acostumbrados a una lógica cada vez más exitista, el fútbol se ha acostumbrado a culpar a pocos, del fracaso de muchos.
La cultura sudamericana siempre ha sido rica en mitos e historias, por ende su última gran fiesta futbolística, a pesar de haberse jugado en Norteamérica por temas lucrativos, no podía estar exenta de estas fantasías. La final disputada entre Chile y Argentina, que terminó por dar su primer bicampeonato en la historia a “la roja”, dejó mucho paño que cortar en torno a cómo se vive el fútbol en la actualidad.
Pareciera que los errores están prohibidos. Cuando el inicio de Chile no fue el esperado, inmediatamente las críticas fueron duras con el arquero y capitán del equipo. Sus evidentes fallas en la fase grupal, iniciaban la despiadada carnicería en torno a su nivel y su rol en el equipo. El último día de competencia, probablemente sus manos estaban “benditas”, si hasta estatua se propuso. El capitán del subcampeón vivió el proceso a la inversa. Con pocos minutos en la fase grupal, sus fieles esperaban su advenimiento, su aparición “Messiánica”, que conquistara un nuevo título para su país, tras 23 años sin conocer de copas a nivel adulto. Pero Lio les falló. Fue incapaz de ganar sólo. ¿Por qué Argentina jugaba mejor sin Messi? Porque lo hacía como equipo. ¿Por qué Bravo pudo volver a responder al nivel que acostumbra? Porque lo apoyó el equipo.
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