El heroísmo de Pinilla o por qué leer a José Antonio Lizana:
Por Eduardo Téllez Lúgaro(*).- Lizana tiene estilo de púgil tailandés. Enjuto, llano e inmediato. Derecho, como dictan las reglas inmemoriales del muay thai, al cuerpo del otro. En este caso, el otro resulta ser el lector. Y cuando digo cuerpo estoy pensando literalmente en eso. No solo en la mente sino el organismo entero. Visto que se trata de deportes, su mera contemplación (y creo que la escritura es una extensión de ese estado) trae sobre nosotros, así sea por una tarde, un chorro (inmerecido, en mi caso) de bienestar. Esa, su manera, no ha sido el producto bruto de un parto natural. José Lizana admite que se trata de un alumbramiento sin cesárea inducido en las clínicas literarias del argentino, Emilio Fernández Cicco, devoto del laconismo espartano en materia de relato deportivo. A fin de cuentas, dada esa propensión estoica, no hay por qué buscar analogías en el boxeo oriental. Bastaría, creo, remitirse a nuestro más probable pugilato clásico, al occidental, con sus “fajadores” y combatientes de corta distancia. A una reyerta de Jack Dempsey vislumbrada –de otro modo no podría ser- en imperecedero blanco y negro.
Pisando la pelota (Ceacheí, Santiago, 2014), cuarto libro ya de este joven bruno, de talla discreta y cortesía arcaica, es el trasunto de esa forma estilística, impregnada de sequedad sintáctica e inhibición retórica. La excepción a esta regla es el uso, con desparpajo e insistencia –a ratos en demasía- de modismos y fórmulas coloquiales evocadas con la lealtad con la cual los antiguos criollistas reproducían el dialecto del campo. Pero que va: es el habla periódica, el “decir” común a aficionados, practicantes y relatores de futbol: el argot de los estadios y las pistas de recortan, evocado sin prestancia borgiana, pero con propiedad, gracejo y plena inconciencia.
Más que historias, las de Pisando la pelota son apenas siluetas de lo que fue; viñetas (no apresuradas) de aconteceres cercanos: los esplendores y desdichas de los últimos cuatros años de esa actividad voluble pero inmortal que se dice deporte chileno. Previsiblemente, en estos (según reza el epígrafe del libro) Comentarios deportivos relumbra el estaño de las estrellas conocidas: la obra testamentaria de Bielsa, las performances de Alexis y Arturo (bastan los nombres de pila para identificarlos), los quehaceres acrobáticos de Tomás González, las carreras de Sampaoli y Pellegrini en su momento de aurora boreal o la de la boxeadora Carolina “Crespa” Rodríguez, seguida acabadamente en su abnegada trayectoria hacia los pináculos del mundo. Hoy los medios, rendidos ante lo evidente, popularizan su figura bizarra. Lizana lo hizo desde la fe, en tres ajustadas crónicas, cuando era solo nuestra secreta esperanza morena. Por cierto, están, además, los acontecimientos y el transcurrir de los órganos colectivos: el tributo boxístico del Club México, que no se resigna a la muerte; el desempeño triunfal de la “U” en –palabras temibles- la Copa Sudamericana del 2011; las eliminatorias hacia Brasil y su limpia consumación; la tetralogía de Colo-Colo, tan semejante a la agonía y al éxtasis.
Empero, están también los sujetos y eventos menos glamorosos. El prontuario disparejo de Miguel “Aguja” González, último producto de fábrica de las veladas nocturnas del México, siempre seguidas por un público que no desciende nunca al improperio ni la grosería bastarda. Los portentosos atletas de los Juegos Parasuramericanos de 2014, ejecutados entre 26 al 30 de marzo de 2014 (así de actualizado en este libro) en Santiago, ganados por Argentina, con Chile en quinta posición en cuanto a preseas (10 medallas de oro y 16 de plata). Y los otros, los jóvenes hombres y mujeres de X Juegos Sudamericanos, terminados una semana antes, en Santiago y la región marítima de Valparaíso, liderados por Brasil y, nuevamente, con Chile en quinta posición dentro del medallero, aunque con 27 condecoraciones de oro y 52 de consoladora plata. Lizana, que es optimista de natura y aficionado a las tablas matemáticas es miembro solemne del Instituto de Historia y Estadística de Fútbol Chileno ve buenos barruntos, ciertos logaritmos esperanzadores, en estos récores medianeros, tan alejados de los primeros y los últimos lugares. Tan en la región de las medianías… tan chilenos.
En medio de ellos se aprecia el cultivo de los perfiles personales, bocetos momentáneos de pequeñas o grandes individualidades que no pueden por su propia ley de brevedad, condescender a insinuarse cuales verdaderas biografías (aunque extrañamente Lizana nos brindará la suya en una narración notable, ya en el ocaso del libro). Al fin y al cabo, dice su artífice, las suyas no son otra cosa que apostillas de la realidad, una antología de glosas escritas entre 2011 y 2014 –ahí nomás- que no llevan más de página y media (o dos cuando quieren ser largas) sobre jalones y personajes memorables en su pura transitoriedad. A través de ese disímil bouquet uno queda al día sobre la marcha del llamado país deportivo y el anuncio de las nuevas promesas. El hecho es que estas bitácoras se leen vertiginosa, expeditiva y lúcidamente. Con una rareza imponderable: al final queda uno poseído por la ilusión que, pese a su impiadosa concisión, cada semblanza pareciera contener toda la información existente en el tercer planeta de la galaxia sobre los héroes e instituciones abordados. Y, muchas veces, transformando en queribles a personajes recónditos, de quienes ignorábamos todo. Cómo haber conocido de otro modo los días sufrientes de Kristel Köbrich, Karen Gallardo, Cristián Valenzuela y Margarita Faúndez, hasta ayer indiferentes. Es la proeza de Lizana.
Éste, de otro lado, cultiva en sus cuartillas, un patriotismo crédulo e invulnerable. Cree, con ardor de conspirador carbonario, que el deporte, en sus hazañas y dolores terrestres, es una extensión veraz y redentora del estado-nación: la flama temblorosa de un país que no gana casi nunca pero seguirá intentándolo obcecadamente. Está en nuestra genealogía. Chile es Tani Loaiza, el iquiqueño de ancestro vascongado que solo, en medio el verano del 25, no obtiene el título mundial de los medianos ante Jimmy Goodrich en New York únicamente porque el árbitro, insólitamente, le quiebra el pie de un (¿interesado?) pisotón. Es Pinilla haciéndose retratar el tatuaje aquel con la sarcástica leyenda: “A un centímetro de la gloria”. Y en la espalda ¿Hay otro lugar posible en el cual cargar con tal pecado mortal (haber estrellado el balón contra el vértice del arco cuidado por Julio César ante un Brasil inerme y en una final anticipada)?
Puedo entender la estupefacción de los ganadores de siempre. Asombrado, dice el diario Marca:
Hay momentos que se quedan grabados en la mente de un futbolista y que llegan a protagonizar tatuajes. Los de títulos conquistados o nombres de familiares son un clásico en el entorno futbolístico. Sin embargo, resulta prácticamente insólito que un jugador se tatúe un fallo, un error de los que se quedan para siempre grabados en la mente.
Más condenatoriamente, La Vanguardia, supone cierto grado de enajenación mental en el despropósito:
Es un tipo peculiar (Pinilla). Lo suficiente como para tatuarse en la piel no un éxito, sino un momento de cierto fracaso. Lo que no especifica es a cuántos centímetros está su tatuaje del sentido común.
Cuando el delantero chileno –agrega por su cuenta el Daily Mail– realizó el último esfuerzo en busca del gol en el último minuto del tiempo extra ante Brasil, debió pensar que se convertiría en un héroe. En vez de intentar erradicar el recuerdo de su disparo, agónicamente cerca para causar un tremendo disgusto, Pinilla eligió hacerse un tatuaje.
Qué saben los gringos. Habitan continentes hechos para la ingeniería deportiva, la certeza del proscenio final y los galvanos dorados y no un país-isla formado de casis. Para empezar a aquilatar a Chile en su miseria y esquiva grandeza competitiva, tendrían que visitar las crónicas de Lizana. Leyéndolas comprenderían por qué, entre nosotros, Pinilla es un héroe. El prócer sarcástico que empieza siéndolo consigo mismo ¿Cuántos podrían sobrellevar retratada en su carne trémula el testimonio de lo que estuvo a un tris de ser y no fue una victoria mundial? En otras naciones un tipo así quedaría condenado a la amnesia sociológica. Nosotros lo recordaremos para siempre.
No sé exactamente si fue Unamuno u Ortega y Gasset (ahorita no recuerdo cuál de los dos y no importa) quien, recordando el sino trágico de los caballeros españoles, dictaminó que un hidalgo solía perder al final y que estaba bien hacerlo (Pinilla, oscuramente, acaso lo sabe). Probablemente, esa componente hispana sigue trabajando subterráneamente la conciencia nacional. A la postre, lo presentimos, perderemos las grandes justas. La diferencia estriba en la calidad de nuestro combate. Se acostumbra decir que los chilenos celebramos las derrotas. En realidad, el pretérito de la república está jalonado de victorias eminentes. No lo olvidamos. Empero, parece sernos más definitorio pensar que los reveses recordados son infinitamente más reveladores de nuestra fotografía de familia. El cómo nos comportamos en ellos, tal vez dice mucho más de nosotros que ciento y un victorias. Por ello celebramos la tragedia naval de Iquique y la retirada de Rancagua. O hasta a Allende, hablándonos impasible desde un intersticio de la Moneda, ese sarcófago colonial, un poco en joda con la muerte; diciéndonos todavía que la derrota apenas está allí para definir de qué lado estaba el honor.
No se crea, sin embargo, que la mirada de Lizana es derrotista. A la verdad, es enteramente al revés. Hemos dicho que se trata de un creyente nato y atento consultor de la estadística deportiva chilena, en la cual, donde otros aprecian desdichas repetidas, él vislumbra logaritmos esperanzadores.
(*) Profesor de Estado en Historia y Geografía y Educación Cívica por la Universidad Católica del Norte y Magíster en Historia con mención en Etnohistoria por la Universidad de Chile